domingo, 25 de diciembre de 2011

La nota


Todas las mañanas seguía la misma rutina. Se despertaba, se duchaba, se ponía guapa para el trabajo, despertaba a su hija, desayunaban juntas, la vestía y la llevaba al colegio. Y todas las mañanas amanecía gracias a su despertador particular, un beso de su marido antes de marcharse a su trabajo, que era la señal inequívoca de que llegaba el momento de comenzar el día.

Durante ese curso, se había buscado mil maneras de rellenar las dos horas que transcurrían entre la entrada de su niña al colegio y el comienzo de su jornada laboral. A veces, esperaba en el coche, leyendo un libro o escuchando la radio. Otras, volvía a casa, pero hacerlo le daba más pereza y acabó desechando la idea. En ocasiones iba a desayunar a un bar, donde leía cualquier periódico que tuviera a mano. Por último, algunas veces alargaba la rutina del colegio intentando prolongar conversaciones con los padres de algunos de los compañeros del colegio de su hija.

Ponerse guapa significaba pintarse los labios, dedicarle tiempo a su larga melena rizada, poner en consonancia sus botas con el vestido, casi siempre corto y casi siempre escotado. Era delgada, con poco culo, uñas largas y pendientes que le regalaba una compañera mañosa. Con el paso del tiempo, había buscado formas más naturales de sentirse bien consigo misma. En los labios, pasó del rojo al color carne, más discreto. Las sombras de sus ojos, otrora exageradas, dejaban últimamente ver lo que precisamente trataban de resaltar: esos mismos ojos. Comprendió que el escote en una mujer con poco pecho no debe de intentar enseñar lo que no existe, porque efectivamente no existe, sino sugerir lo que hay, para quien quisiera dirigir su mirada inocente o perversa. Las faldas se habían acortado, pero no en exceso, cuando descubrió en sus piernas una belleza que antes se le ocultaba.
 
Y este cambio, progresivo, había sobrevenido de forma naif desde que comenzó a creer que el padre de uno de los compañeros de su hija se fijaba en ella. Eso la hacía sentir bien. Tanto que tuvo un efecto significativo en su propia autoestima. En ocasiones pensaba que era una simple fantasía, producto de su imaginación, de la necesidad humana de sentirse deseada por alguien, no necesariamente su pareja. Pero tal vez, pensaba, esa fantasía no era causa de su cambio, sino consecuencia. Tal vez la realidad era otra, y quien realmente sentía esa atracción era ella y no él.

Las semanas fueron pasando y en la agenda diaria se instaló de forma cotidiana ese juego de miradas que ella buscaba, sin acertar a ser correspondida. En una ocasión, empleando como excusa un asunto escolar, tras dejar a la niña en clase, se acercó a un grupo de padres que charlaban de forma distendida. Pero ella se acercó porque estaba él. Primero tímida, consiguió unirse a la conversación cruzando sus primeras palabras con aquella persona que, amablemente, abrió su agenda y en ella apuntó, en letras mayúsculas, una dirección de internet que hacía referencia a un campamento para niños en verano. Cuando él le acercó, apoyando una mano en su hombro mientras que con la otra entregaba, mano en mano la hoja, ella se puso tensa, y él con una sonrisa en los labios, la miró durante un instante a los ojos. A continuación, se despidió.

De camino al coche, ella revisó la hoja. "Miércoles 13 de abril, de 2010. www.vacampamentos.com. Te gustará".

Ella se dio cuenta que aquel hombre había entrado en su vida en el momento que sacó a escena, delante de su marido, que el padre de otra compañera les había recomendado un sitio, que tenía muy buena pinta, y que merecía la pena planteárselo para el periodo estival.
 
Aunque no volvieron a darse las circunstancias para hablar, ella siguió día a día sus pasos al llegar al colegio. La hora era siempre la misma, aparcaba en doble fila, siempre besaba en la frente a su niño. Incluso un día sintió la tentación de acercarse al coche para mirar por dentro, para ver qué signos distintivos podía encontrar en él, que le aportaran información sobre aquel hombre que, sin saberlo, le hacía sentirse más guapa cada día.

El jueves de la semana siguiente del primer encuentro, y tras subirse en su coche, ella se dio cuenta de que en su parabrisas había un papel, colocado para que se pudiera leer desde el asiento del conductor. Decía: "Jueves 21 de abril de 2010. ¿Te gustó la página?". Ella sintió un escalofrío. Aquel era un acercamiento innecesario, sorprendente, ya que podía haberla preguntado en persona en cualquier momento y no lo hizo. Pensó cómo responder al mensaje, pensó en que quizás él no quería ninguna vinculación en el contexto del colegio, por vete tú a saber qué razones. Pensó muchas cosas pero, entretanto, aquella noche, mientras hacía el amor con su marido, cerró los ojos y lo encontró a él por un instante.

No se atrevió a responder. Se limitó, al verle los días siguientes, a intercambiar una sonrisa expresiva, pero manteniendo la distancia. Venía el buen tiempo, bonita justificación, pero cada vez su escote era más atrevido y su falda más corta.

Comenzaba el mes de mayo, nada cambiaba, nada pasaba, y nada había en el parabrisas. Nada, hasta que ocurrió. El 9 de mayo, lunes, encontró un nuevo papel en su coche, colocado mirando hacia el interior, de tal forma que cualquiera que pasara por delante del coche solo encontraba el dorso de un papel en blanco. A ella la subieron las pulsaciones cuando leyó el contenido, con idéntico bolígrafo azul, con la misma caligrafía en mayúsculas, de la misma agenda: "Miércoles 11 de mayo de 2010. Quiero follarte." Sintió un escalofrío que le recorrió desde la punta de los dedos de sus pies. Inconscientemente, cerró sus piernas con fuerza, para tratar de notar su propio roce. No sabía qué hacer. Era una proposición en toda regla, porque ese día era lunes. Le estaba diciendo cuándo, pero no dónde ni cómo. ¿Quería ir? Aquello no era nada más que una fantasía, quería a su marido, disfrutaba con su marido, pero no era capaz de frenar el calor del morbo que le provocaba aquella situación.
 
La costó dormir aquella noche de lunes. No podía quitárselo de la cabeza. Sintió vergüenza a la mañana siguiente, al ir al colegio, y trató de pasar desapercibida, de desaparecer. Quería dar la impresión de querer huir. Pero lo cierto es que, tras desaparecer de forma prematura nada más dejar a su niña, regresó a su casa y, sola, decidió darse un baño con espuma, masturbándose y alcanzando consigo misma sensaciones que no recordaba.
 
La noche del martes apenas consiguió conciliar el sueño. "Me preocupa la tos del niño" le dijo a su marido. No tenía nada decidido.

Cuando amaneció, estaba convencida de que nada pasaría. Incluso llegó a pensar que aquel hombre que se había colado en sus fantasías era un arrogante. Pero lo cierto es que se aseó mucho más que cualquier otro día, poniéndose su ropa más atractiva, con la que ella se sentía más guapa. Llegó al colegio a la hora acostumbrada. Mientras esperaba en la puerta del colegio a que el conserje abriera las puertas, observó cómo se acercaba el coche de él y aparcaba en el lugar acostumbrado. Bajaba con total naturalidad, con el mismo aspecto de siempre, como si nada pasara.

Él besó en la frente a su hijo y se dirigió a su coche. No intercambió mirada alguna con ella, que en cierto modo la esperaba. Ella pensó que se habría arrepentido, que quizás hubiera sido una broma. Hoy ni se había sentido observada siquiera. Alivio y decepción. Ambas cosas a la vez, cuando volvía a subirse a su coche. No había papel en el salpicadero.

Tras arrancar, dirigió una última mirada al coche de él. También estaba en marcha, pero no se movía. "¿Qué hace? ¿Qué está esperando?" pensó. Así permaneció dos minutos, deseando marcharse pero sin atrever a irse. Volvió el morbo y apagó el motor. Casi temblando, abrió la puerta del coche y se bajó, dirigiendo sus pasos hacia él, sin saber bien qué hacer o qué decir. Finalmente, presa del instinto, de su propia sed, abrió la puerta del copiloto y subió al coche. Él arrancó.

Los primeros segundos de silencio fueron eternos. No se atrevía a decir ni una palabra, no sabía dónde iba ni qué podía ocurrir. Por fin, habló él:

"¿Te gustó la página?"

Ella asintió tímidamente.

"Es un sitio hermoso, bien adaptado para los niños"


Y volvió el silencio.

De repente, sin mediar palabra, él le acarició la cara, la tocó el pelo, bajó a su hombro, e introdujo su mano en el escote, retirando el sujetador, y comenzando a masajearla un pecho, suavemente, de arriba a abajo, dejando que los dedos se entrelazasen con el pezón, duro, tímido, como ella, que cerró los ojos dándose cuenta que definitivamente no podía controlar esa situación. A continuación, y mientras conducía, agarró la mano de ella y la acercó hacia su pantalón. Mano sobre mano, indicándola qué es lo que quería. Una caricia, de arriba a abajo.
 
El nivel de excitación de ella crecía sin parar. Sentía que no era ella, que nada podía hacer para evitar lo que iba a pasar, que no tenía la intención de seguir pensando en que tenía que evitarlo, que debía dejarse llevar. Se sentía húmeda, caliente. Le venían a la cabeza todas sus fantasías, de golpe, y decidió tomar la iniciativa. Bajo su cremallera, le desató el cinturón y el botón del pantalón. Se hizo hueco con la mano dentro de su calzoncillo para tocar, piel con piel, aquella polla dura, excitada, que así lo estaba por ella, y eso aceleraba todas sus revoluciones.

Comenzó a masturbarle despacio, mientras él conducía. Se atrevió a mirarle a los ojos para ver su reacción. Él no podía cerrarlos, y trató de responder lanzando la mano hacia su entrepierna, tratando de escalar por debajo de la falda, remontando sus muslos, para intentar acceder por un lateral de la braguita a su sexo. Ella se lo facilitó. La encontró húmeda, empapada de excitación, deseosa de llevar más allá aquella fantasía salvaje que estaba viviendo, que nunca había imaginado que podía llegar a pasar. El roce de los dedos de él con su clítoris cambió su gesto. El coche circulaba por una vía urbana, cerca de su propia casa, y no podía remediar sus muecas de placer, así que decidió esconderse.   

Se quitó el cinturón de seguridad, se inclinó hacia abajo y comenzó a hacerle sexo oral, a incrementar el nivel de placer que estaba ofreciendo, a llevarle al séptimo cielo aun sin conocerle de nada, solo por el ferviente deseo que había provocado en ella. Por un segundo, se sintió sucia, pero no le disgustó la idea, y reaccionó a ese pensamiento acelerando de forma notable la cadencia de los movimientos de su boca, subiendo y bajando, devorando su polla como si estuviese concentrada en dar únicamente todo el placer que pudiera transmitir.
 
Le escuchó gemir, no podía seguir acariciándola, tanto por la postura, como por la necesidad de agarrarla del pelo, y acompañarla en los movimientos que le estaban llenando de placer, que le alteraban, que apenas le dejaban mirar a la carretera.
 
El coche paró y comenzó a abrirse la puerta del garaje de un chalet cercano a su domicilio. Estaba a punto de acabar y ella no quería dejar escapar esa oportunidad. Él quiso avisarla, pero ella ya se había dado cuenta por el leve movimiento de caderas con el que acompañaba sus movimientos y porque instintivamente apretó con fuerza la mano, presionando su pelo.

Ella retiró su boca y siguió masturbándole a gran velocidad, desabrochando su escote y dejando al aire su pecho. Cuando comenzó a correrse, ella sintió la necesidad de mirarle a los ojos, de no perder detalle de la expresión de placer que reflejaba su gesto, incapaz de hacer avanzar el coche hasta dentro del garaje en aquella calle poco transitada. A media que recibía cada eyaculación, y a medida que el semen se deslizaba por su pecho, por su cuello, ella se sentía más poderosa, más valiente, más excitada. Hasta que le dejó vacio, y pudo finalmente aparcar dentro del garaje.
 
La luz era muy tenue en aquel escondite mágico en el que ahora ella se sentía segura, decidida, impaciente por terminar con lo que había empezado. Cuando él recobró la calma, la miró fijamente a los ojos y la dijo: "Quiero follarte, quiero que te corras conmigo dentro". Ella, mientras se limpiaba, sonrió.
 
Sin perder un segundo, él bajó del coche y se dirigió hacia la puerta del copiloto. La abrió, la ofreció la mano y allí mismo comenzó a devorarla con besos y caricias. Su cuello, sus pechos, sus labios, su lengua. Mientras, sus manos corrían a gran velocidad, subiendo el vestido y bajándola las braguitas. Ambos sexos se tocaban por fin mientras él la apretaba hacia sí fuertemente de culo, levantándola en el aire, y apoyándola contra el cristal de atrás. Ella, enajenada, entrelazó las piernas con su cintura, para facilitarle la penetración.
 
Cuando se introdujo dentro de ella, y comenzó a moverse con fuerza, su nivel de excitación era tal que no podía reprimir sus jadeos. Le agarraba fuerte del pelo y se sentía totalmente tomada, como si dentro de su vientre estuviera entrando todo él. Cada golpe, cada empujón que recibía, era una dosis de placer que le hacía cerrar los ojos, que le invitaba a morderle, a agarrarse fuertemente a su espalda, a no dejar escapar ni un milímetro de distancia entre ambos cuerpos, ni un miligramo de placer.

Él la cogió en vilo, separando su espalda del cristal, y llevándola hasta la parte delantera de coche, para tumbarla sobre el capó. Ella reclinó sus piernas primero, y las levantó después, poniéndolas sobre sus hombros. Volvió a penetrarla, mientras con su lengua lamía sus tobillos, sus piernas, todo lo que estaba a su alcance. Su polla entraba y salía con fuerza, con el ánimo desesperado de provocarla más y más placer. Su mano, jugaba con su clítoris, mientras ella, instintivamente, acariciaba sus pezones y se retorcía de placer.

Sin apenas poder vocalizar, ella le dijo: "me voy a  correr, sigue, por favor", y él se envalentonó acelerando sus penetraciones, haciéndolas más profundas, más intensas. Y cuanto más profundas, más placer le proporcionaban a él que veía como se acercaba igualmente su momento. Deseaba una explosión de emociones, una fusión de fluidos, deseaba coincidir en el momento oportuno, vaciarse conjuntamente, aunque no se conocieran de nada, aunque solo les uniera un profundo deseo.

Llegó el momento. Mientras él se deshacía en su interior, cegado por el empuje de cada penetración, ella gemía abiertamente, como desvaneciéndose, agarrándose a su espalda como si pendiera del vacío, como si de ello dependiera su vida. Después, él se recostó sobre su hombro, con la polla aun dentro, recuperando la respiración.

Así, deshechos, desconocidos, pero con él dentro de ella en un garaje de luz tenue, podían haber pasado las horas.


sábado, 24 de diciembre de 2011

Sola


Estaba sola en su habitación. Miraba su ordenador.

El día se acababa. Había cenado y hacía calor. Pantalones cortos, camiseta de tirantes y pelo negro recogido. Largo, revuelto y amarrado a una pinza. Sin sujetador, para estar más cómoda. Pies descalzos, manos ágiles con el teclado y un pequeño cenicero junto al ratón. Una botella pequeña de agua a medias y la cama revuelta.

Su primer intento de dormir había fracasado antes de empezar. En el segundo le vinieron imágenes del día que se agotaba. Desistió, y con la única luz de la pantalla, ojeaba sin encontrar nada en Internet. Tarde para encontrar amigos. Tarde para utilizar sonido y despertar al resto de la casa.

Las pupilas temblaban. El humo hacía efecto y se sintió excitada. Buscó algo que alentase esa repentina sensación. Una imagen, una escena, una conversación, una excusa.

Notó una presencia, detrás de ella. No hablaba pero le era familiar. Nada que temer. Y de la presencia llegó el roce, leve, frágil. Sentado detrás de ella se limitó a contemplarla. No veía su espalda, solo se le iluminaban los hombros levemente, por la imagen que proyectaba la pantalla. Sus piernas se rozaron y ella quedó paralizada. Después notó su aliento entre la nuca y el hombro y, como si de un resorte se tratara, su espalda se encorvó levemente hacia atrás, tratando de precipitar el contacto. Un dedo de su mano arrancó desde su tobillo, despacio, hasta su rodilla. Volvió a bajar. Volvió a subir y siguió por el muslo. Ella cerró los ojos e inclinó la cabeza.

Del muslo pasó por la cadera a su espalda, haciendo trazos, pintando un cuadro invisible. Ella se echó para atrás, quería notarle. Para cuando el dedo que hacía surcos por su piel subió a su hombro izquierdo, y retiró el tirante hasta el antebrazo, ella ya se sentía húmeda. Después notó sus labios en la nuca. No la besaba, los desplazaba suavemente, secos. Al dedo se le sumaron los demás, la mano entera, que bajó de nuevo a su muslo, para encontrar cobijo debajo de su pantalón corto. Ella separó las piernas  y echó la cabeza definitivamente hacia atrás. Se acomodó en su hombro.

La mano penetró por su pantalón y descubrió, por un lateral, su braguita. Encontró la señal inequívoca de su excitación. La otra mano subió desde su vientre, por debajo de su camiseta, hasta su pecho, y acarició uno de sus pezones de forma ingenua y suave. Para entonces ella se sentía completamente abrazada. No era dueña de la situación.

Cuando dos dedos rozaron lentamente su clítoris, ella ahogó un gemido y buscó con su mano un bulto duro detrás. Lo encontró y entonces los cuerpos se juntaron. A medida que los dedos se movían por su clítoris, y que la otra mano se balanceaba libremente entre su cuello, la rigidez de uno de sus pezones y la fantasía del otro, sintió el deseo de ser penetrada, pero el bulto duro, aun oculto en el pantalón, se incrustaba contra la parte de abajo de su espalda.

Una lengua húmeda le dibujó el contorno de sus labios, para perderse en su cuello, justo en el instante en que mientras dos dedos seguían acariciándole, un dedo de otra mano la penetraba por fin. Arqueó la espalda y, esta vez sí, gimió. Ella buscaba un beso húmedo pero los labios que la devoraban lentamente huían por su cuerpo.

Levantó las piernas, para facilitar la penetración de ese dedo, que se movía con cadencia dentro de ella. Su nivel de excitación subió cuando por fin encontró su boca. Aceleró sus besos, navegó su lengua, le mordió la barbilla, quiso agarrarle del pelo, pero cuanto más trataba de acercarse, más velocidad imprimía él al movimiento de sus dedos. Consiguió liberar el bulto del pantalón, y comenzó a masturbarle. Ella sentía que la faltaba poco, que era cuestión de segundos, que se iba a deshacer por dentro en el momento que él quisiera.  Y él ralentizó la marcha, metiendo al tiempo otro dedo más. Su otra mano buscaba la humedad de su excitación para lubricar su clítoris.  

De pronto, aceleró la marcha y los dedos la penetraban rápidamente, violentamente, ansiosos por encontrar su momento. Ella comenzó a masturbarle más rápidamente, hasta que notó como él arrojaba su semen por su espalda. No consiguió oírle gemir. Ella llevó su otra mano a su boca para tapar sus propios gemidos. Tras varios segundos, su vientre convulsionó y notó como empezaba a vaciarse, mientras cerraba fuerte los ojos y se mordía los labios. Un torrente de placer concentrado en cinco segundos, un deseo salvaje, una sensación de alivio absoluta. Sudor y felicidad.

El ordenador se apagó para ahorrar energía. Todo quedó a oscuras.

Seguía sola en su habitación.

viernes, 23 de diciembre de 2011

Bar, paseo, banco, rincón y tesoro

Un bar, en el que mirarte, volver a mirarte, dejarme ver para ver si me miras, volver a pasar a tu lado, aprender el color de tus botas, dibujar la silueta de tus piernas, desear tu falda, morderme los labios con tu escote, perderme en tu cuello y no quitar ojo a tu boca, que me sonríe. ¿Vienes?

Un paseo en el que darte la mano, acariciarla como si me adentrara en tu cuerpo, seguir mirando tu escote, descubrir el color de tus ojos, imaginar tu ombligo y conocer tu voz. ¿Nos sentamos?

Un banco en el que reírnos juntos, mirarnos con deseo, conocer el sabor de nuestros labios, anticipar el futuro con nuestras lenguas, acariciarte los pechos, que beses mi cuello, que me descubras excitado, que solo sienta ganas de devorarte. ¿Nos escondemos?

Un rincón oscuro en el que desnudarte de forma salvaje, en el que me quitas la camiseta, en el que lamo tu cuello, en el que desabrochas mi pantalón, en el que descubro tus pezones, en el que me empujas hacia ti, en el que te empujo hacia mí, en el que con tu mirada me pides que entre y en el que retiro tus bragas. ¿Me dejas entrar?

Un tesoro, cuando estando de pie, tu apoyada contra la pared, subo tu pierna, me colocas bien cerca, entro despacio, comienzo a moverme, te como, me besas, te agarro del pelo, arañas mi espalda, me muevo bien fuerte, me gimes al oído, muerdo tus pezones, te comes mis dedos, sudamos a medias, quiero vaciarme, te falta muy poco, mezclamos nuestras lenguas y nos mata el placer.

Volvemos al banco, nos besamos, nos reímos, ¿nos habrán visto?, tus ojos, mis manos, tu aliento y mi sed.

De nuevo el paseo, descubro tus pendientes, descubres mi pelo, y cómo te llamas, ¿lo quieres saber?

Un bar en el que volver con los nuestros, sonrisa en los labios, whisky y tabaco, y empezar otra vez.


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