domingo, 8 de enero de 2012

El peregrino

A las diez apagaron las luces.

Tras organizar mi ropa, salí de la habitación ayudado por una pequeña linterna, esquivando mochilas. Mi cama, la de abajo de la última litera de aquella habitación, era estrecha, se apoyaba en la pared y estaba sucia. Nada nuevo, y nada de lo que no pudiera protegerme un saco de dormir y una sábana para la almohada. Algunos hablaban en bajo, otros usaban la luz de sus teléfonos móviles, otros ya roncaban. Yo solo quería fumar un cigarro.

Llovía a mares, pero las nubes retenían el frío. A la puerta del albergue había un banco ancho, y cubierto por un tejadillo. Me senté junto a un hombre, que enseguida entabló conversación. Me interesó su experiencia. Pasados un par de minutos, ella se sentó a mi izquierda. Poco abrigada, como yo, trataba de encender su cigarro con un mechero al que apenas le quedaba gas. La ofrecí fuego y se unió a la conversación. Una nueva experiencia que acumular a las escuchadas aquel primer día de camino.

Calculo que dormíamos aproximadamente cincuenta personas en aquella habitación. Cuando retorné a mi cama, y dejé a derecha e izquierda toda la fila de literas, ya no quedaban luces encendidas, y el número de peregrinos que roncaban había aumentado exponencialmente. Encendí el piloto de mi teléfono móvil, lo apoyé en un lateral de la cama, me quité el pantalón y me sumergí dentro del saco de dormir. Tres literas más allá, en la parte de arriba, permanecía encendida una pequeña linterna. Era la suya. Me incliné para verla mejor. La sostenía con la boca, alumbrando a sus piernas. Se bajó el pantalón. Qué bonito espectáculo. En camiseta y bragas, llenaba sus manos de crema y masajeaba sus muslos, de las rodillas a la pelvis, con el sentido de las agujas del reloj. Después pasó a masajear sus gemelos, y después sus tobillos. No acerté a ver posibles lesiones en sus pies. Después, se apagó la linterna y todo quedo definitivamente a oscuras. Aquella imagen me excitó.

Amaneció en la habitación, aunque no en la calle. La lluvia era persistente. Cuando fui al baño a asearme, ella ya se había marchado. Durante el recorrido de aquel día no la encontré. Finalizada la etapa, nuevo albergue, de habitaciones más pequeñas. Comenzaron mis dolores y me costó incluso subir las escaleras hacia la habitación. Ocho literas, dieciséis personas. Y ella de nuevo. Estaba sentada en el suelo, junto a su cama, esta vez en la parte inferior. Curaba sus heridas de los pies. Nos saludamos, comentamos las incidencias del día, y después cogí mis cosas de aseo para ducharme. Los baños eran mixtos, y disponíamos de dos duchas para todos. Quedaba una libre, aunque cuando iba a entrar sonó mi teléfono móvil y aquello me retuvo unos minutos, apoyado en la ventana, mirando las calles de aquel pueblecito. Después acudí al baño. Tras pasar las dos primeras puertas, para los wáteres, me asomé a la primera ducha, sin puerta, y encontré a un hombre desnudo. Retiré la vista enseguida.

En la segunda ducha, encontré un nuevo espectáculo excitante, aunque esta vez menos duradero. Que desnudez más sencilla la suya. Aclarándose el pelo, no estaba exactamente de espaldas. Tampoco de perfil. Me costó retirar la vista. Quizás fueron tan solo tres o cuatro segundos, lo suficiente, como para contemplar un culo bonito, una cadera huesuda, la línea de su tronco hasta sus hombros, y el perfil de un seno precioso, ni grande ni pequeño, sobre cuyo pezón rosado goteaba incesantemente el agua. A mi espalda, en la ducha anterior, salía el hombre camino de la zona de lavabos. Me asusté y giré bruscamente hacia atrás. Tal vez aquello me delatara. Estaba excitado. Sentí la tentación de masturbarme, pero cualquiera podría verme. Incluso ella. Me acerqué mucho al grifo de la ducha, para evitar que cualquiera que pasara pudiera ver la expresión viva de aquella excitación. Escuché que el grifo de su ducha se cortaba. Procuré no moverme. No sé si ella me miró o no.

A la noche, no me acompañó la suerte. No coincidimos en el último cigarro. Tampoco pude ver cómo masajeaba sus piernas. Su cama estaba en ángulo muerto a la mía.

Tercer día de trayecto. Coincidí con ella en un lugar de descanso. Saludé, tímido. Ella me miró y sonrió. Quise ver un gesto cómplice, y tal vez solo hubiera un gesto de cortesía, o pícaro, haciéndome ver que sabía que la había observado desnuda. Mi paso, el resto del día, aceleró. Cuando llegué al albergue, ella aún no lo había hecho. Cuando me duché, tampoco. Dormí la siesta, durante casi tres horas, para que descansaran mis piernas, y al despertar no estaba en la habitación. Salí a pasear y a cenar, para volver al albergue cuando las luces estaban apagándose. Ese día me tocó litera superior. La litera de al lado distaba tan solo diez centímetros de la mía. Era una cama de matrimonio, salvando las distancias. La puerta del baño se abrió, dejando entrever la claridad a la habitación y, con el cepillo de dientes en la mano y un pequeño neceser en la otra, salió ella, y trepó hacia mi litera, esa que no era mía, pero que me acompañaba tan cerca.

Se guió de una pequeña linterna para escalar hasta su cama. Me vio, se acercó a mi, noté su aliento, y me dijo: "buenas noches" susurrando. Pero esta vez no me dejó ver sus preciosas piernas, enbadurnadas en crema anti-inflamatoria. Se masajeó a oscuras, y no perdí detalle de cada sonido, del dulce choque de las palmas de sus manos contra sus muslos, esos que dibujaba presa de la exitación, cargado de morbo, en mi mente. Se introdujo en el saco de dormir, y yo no podía cerrar los ojos, tal vez esperando que una luz inesperada me facilitara un pequeño resplandor sobre el que mirar de forma disimulada. Pasados unos minutos, escuché el sonido de la tela de su saco de dormir. Se estaba moviendo, tal vez buscando la postura, La tenía a escasos trenta centímetros de mi cuerpo. Y a la vez estaba tan lejos...

Dejé de escuchar la tela del saco, pero de repente comencé a percibir su respiración más profunda. Pensé que se había dormido ya, pero me equivocaba. Tras unos segundos, escuché un leve gemido que trató de ahogar, y un casi imperceptible sonido regular de sus brazos sobre la tela del saco. Estaba masturbándose, a escasos centímetros de mí, y yo no podía hacer nada más que morderme los labios. Por el ruido de la tela, pensé que probablemente habrá encogido las piernas, para facilitar el movimiento de sus dedos, y sentir mayor placer. Yo quedé paralizado, escuchando sus leves gemidos, su respiración entrecortada y necesariamente silenciosa. Sentí la tentación de hacer lo mismo, pero temí que ella se diera cuenta y que el ruido que pudera hacer estopeara aquel momento de morbo, porque ella se diera cuenta. Pensé que lo hacía aposta y pensé que ella creía que no me enteraría. Las dos cosas. Pensé en acercarme a ella, pero era un lugar imposible y el rechazo, de existir, hubiera sido inevitablemente violento. Pensé muchas cosas, excitado, enormemente excitado, durante los diez minutos que duró aquella pequeña sinfonía de placer que ella se estaba regalando. Cuando volvió el silencio, no pude evitar descender de mi litera, y masturbarme en el baño. Al volver, ella debía de dormir. No se oía nada. Yo, aún tardaría mucho en conseguirlo.

Nueva etapa, la más larga, la más bonita, la más agotadora. El destino era múltiple. Varios albergues, en unos pocos kilómetros a la redonda. Las probabilidades de coincidir eran mínimas. A pesar de los dolores, íbamos a buen paso. De nuevo, cuando salimos, ella ya no estaba. A las tres horas de trayecto, la adelántamos. "¿Cómo vas?"  La pregunté. Ella respondió: "Hoy no sé si llegó. Me costó dormir". No supe qué decir. Después encontré algo coherente: "¿Necesitas algo?". Ella negó con la cabeza sonriendo. Entonces seguí mi camino.

Con el paso de los kilómetros los dolores se hicieron continuos y decidimos cambiar de planes y alojarnos en un albergue a tres kilómetros del destino, a las afueras del pueblo, junto a un sencillo río. Las habitaciones eran inmensas pero lo suficientemente espaciosas como para no juntar unas literas con otras. Me duché y salí a comer a un restaurante que se encontraba junto al albergue. Con el cuerpo relajado, frío, los dolores se hicieron más intensos. Al regresar al albergue, con el único objetivo de descansar y dormir una buena siesta, la encontré de nuevo, en la recepción haciendo su chek-in. Aquello no podía ser casualidad, porque yo no creía en las casualidades. No dije nada y me fui a acostar. Me sentía de nuevo excitado por su simple presencia, pero no tardé en dormir.

Desperté a media tarde, antes que el resto de alberguistas. Muy pocos estaban despiertos, y los que lo hacían ponían sus lavadoras o tendían su ropa en la zona habilitada. A esas horas ya no llegaban nuevos caminantes. Me acerqué al bar y cogí un tercio de cerveza. Después volví al albergue con él, me senté en unas escaleras de cemento, que simulaban una bajada al río, y fumé un cigarro. A los pocos minutos, comenzó a chispear, aunque el frío seguía retenido por las nubes. No me disgustaba mojarme, así que continué sentado. La poca gente que transitaba la zona, en sus quehaceres de limpieza la mayoría, desaparecieron dentro de las habitaciones. Noté una presencia, me dí la vuelta y era ella, que se dirigía hacia mí. Un escalofrío me recorrió por dentro, aunque supe mostrarme tranquilo. Ella llevaba pantalones piratas, los pies al aire, protegidos por unas chanclas. Varios dedos con apósitos, que escondían ampollas, y la zona del gemelo de una pierna y el tobillo de la otra vendados. Llevaba un cigarro entre sus dedos y una camiseta fina de manga larga, que nada dejaba ver, aunque hubiese jurado en aquel momento que no llevaba sujetador debajo. Se sentó a mi lado.

- ¿No duermes? - Dijo.
- Ya me eché un rato. Llegamos pronto. ¿Y tú? Ya veo que te has curado -Respondí.
- No tengo sueño, además, si me duermo ahora, luego me costará más.

Se hizo el silencio por unos segundos. La lluvia crecía, por momentos, en intensidad.

- Es verdad, no me acordaba. Antes dijiste que te había costado dormir anoche, ¿no? -La dije.

Ella volvió a sacar su preciosa sonrisa, a veces ingenua, a veces maliciosa. Y decidió atacarme.

-A veces uno no se duerme porque no puede, porque tiene cosas en la cabeza, no sé. Otras, uno no duerme porque no quiere dormir, porque quiere entretenerse un rato antes de hacerlo, ¿sabes?. ¿A ti no te pasa?

- No sé, supongo que sí.

- ¿Y tú?. ¿A tí te costó dormir?

Sonreí, pero me quedé callado. Ella no me estaba pidiendo una respuesta, y prosiguió.

- ¿Qué tiene de morboso mirar cómo me dio una crema anti-inflamatoria en las piernas? Yo no miraría a un chico haciendo lo mismo, no me parece especialmente excitante. Quizás lo de mirarme cuando me ducho puede serlo, yo lo hice contigo después. Disimulabas mal pegado a la pared en la ducha.

Yo me eché a reir. Estaba entre la espada y la pared. Respondí:

- Bueno, a mí sí me parece morboso mirar cómo te dabas crema en las piernas. Lo de la ducha fue sin querer, no miré más de dos o tres segundos.

- ¿Y anoche, cuando me estaba masturbando a tu lado y no me podías ver? ¿Qué pensaste? Porque yo pensé: si a este chico le gusta tanto mirar, ¿Qué pasaría si se queda a oscuras y se lo pierde?

- Eres un poco mala, me parece -La dije.

- ¿Por qué no viniste conmigo? 

- Porque no estaba seguro de que quisieras que fuera.

Ella apagó su cigarro lentamente, esparciendo el tabaco sobrante y guardando la boquilla en el bolsillo de sus pantalones. Después dijo:

- Mira, en este albergue los baños están en ese edificio, lejos de las habitaciones. ¿Lo sabes, no?. Yo me voy a ir para allá, porque tengo que hacer una cosita. Si quieres, puedes venir a mirarme.

Se levantó, y se dirigió a los baños. Yo, como un niño que camina a varios pasos de su madre, fui detrás. Ella, al darse cuenta de que yo la seguía, decidió entrar al baño de los chicos. No había nadie en la zona, aunque en cualquier momento alguien podría pasar. No pareció importarle. Abrió la puerta de uno de los wáteres y la dejó entreabierta. Me estaba esperando. Yo entré y cerré la puerta. Ella, de pie, metió su mano dentro del pantalón y comenzó a acariciarse con su dedo índice.

-   ¿Te gusta lo que ves? - Me dijo.

- Mucho -respondí.

Entonces ella cogió mi mano, poniendo la suya encima de la mía, la introdujo dentro de su pantalón, levantó una pierna encima del wáter, y como si quisiera explicarme cómo hacerlo, dirigió mis dedos hacia su clítoris. Me los movía a su gusto. Después, los dirigió hacia abajo, para que notara su humedad, para que la recogiera y la desplazara hacia su clítoris de nuevo. Efectivamente, no llevaba sujetador. Sus pezones se transparentaban por la camiseta de manga larga fina. Cerraba los ojos y apretaba la mandíbula, como si se fuera a morder los labios. Finalmente, sacó su mano, y dejó la mía acariciándola. Respiraba como la noche anterior, pero esta vez notaba de verdad su aliento. Estaba realmente excitado. Mi polla sobresalía del pantalón y ella comenzó a acariciarla por fuera, de abajo a arriba, pero sin precipitarse a sacarla. Yo, por un instante, bajé de nuevo mis dedos y los introduje dentro de ella. En ese momento, no pudo reprimir un gemido. Buscó mi boca y nuestras lenguas, por fin, empezaron a jugar. Nuestros cuerpos, por fin, se juntaron. Ella, mientras con una mano sacaba la polla de mi pantalón, con la otra me acariciaba la espalda por debajo de la camiseta. Yo, mientras la masturbaba, dirigía su cabeza hacia mi boca, cogiéndola del pelo.

Ahora intercalaba los masajes en el clítoris con la penetración de mis dedos, cada vez más intensa. Ella empezó a masturbarme mientras que con la otra mano me acariciaba por debajo de la polla, por los huevos y las piernas. Conseguí levantarle la camiseta, y dejar al aire esas preciosas tetas, para saborearlas, lamerlas, mordisquearlas, después de haber devorado su cuello, a mitad de camino. Ella no tardó en correrse. Lo supe porque tensó las piernas y perdió la cadencia que llevaba a la hora de masturbarme. Me permití un segundo para bajarla el pantalón y las braguitas, y acariciarla con una mano mientras que la penetraba con los dedos de la otra. Convulsionó varias veces, gimiendo en mi cuello, hasta que una aspiración profunda me indicó que había terminado.

Se sentó en el water y se precipitó hacia mi polla. La introdujo en su boca lentamente, pero, a continuación, comenzó a comérmela con ritmo, y m extación era tal que enseguida se dio cuenta de que no tardaría en correrme. Conseguí quitarle la camiseta antes de acabar entre sus tetas, mientras la agarraba fuerte del pelo, empujándola hacia mi.

Hubo un instante de silencio. Después, me senté en la taza del wáter y ella encima mía. Quería penetrarla, follarla, metérsela dentro, notar su calor. Tras las primeras penetraciones, ella no tardó en acelerar el ritmo, apoyando sus manos en mi cabeza. Yo lamía sus pezones que golpeaban contra mi boca para después alejarse, y volver, alejarse y volver. Coon mis manos, separaba los mofletes de su culo, las piernas, para faclitar la penetración, para obtener más placer, para follarla mejor. Ella gemía abiertamente, aprovechando que no había nadie en el baño. Unos momentos después, me dijo:

- Cógeme, me queda poco.

Cuando paramos la penetración, para cambiar de postura, sonó la puerta del baño. Alguien entró a uno de los wáteres cercanos. Nosotros, excitados, nos miramos, pero no hizo falta decir nada. La coloqué en la pared, la levanté en vilo, entrelazando sus piernas a mi cintura, y comencé a follarla con fuerza, violentamente. Ella ni pudo, ni quiso reprimir sus gemidos. Yo tampoco los míos. Tal vez aquella persona que entró en los baños sintiera morbo, tal vez nos miraba como miraba yo los días anteriores, pero nos daba igual. Queríamos seguir sintiendo placer y corrernos juntos. Y no tardamos en hacerlo, primero ella y después yo.

Permanecimos unos instantes en silencio, recuperando el aliento. Después me dijo:

-¿No te parece que esto es mejor que mirar?

Yo sonreí.

A las 10 apagaron las luces. Unos roncaban. Todos, o casi todos, dormían. Había sido una etapa larga.

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